COMANDO ANTICORRUPCIÓN

lunes, 16 de septiembre de 2013

CAPÍTULO I

El centro de control y la base operativa del comando se ubican en un sótano sin ventanas de la ciudad de Málaga. La estancia principal, de unos ciento cincuenta metros cuadrados, alberga los equipos, el material y las mesas de trabajo. En la pared opuesta a la puerta de entrada, dos filas de monitores muestran imágenes procedentes de cámaras ocultas. Bajo ellos, se extiende longitudinalmente una larga mesa de trabajo donde cuatro jóvenes con ropa informal, dos chicos y dos chicas, se sientan de cara a la pared frente a sus respectivos teclados. En el centro de la sala, los miembros operativos del comando se reúnen frente a una pantalla colocada sobre la mesa de juntas.
Teodoro Gálvez, Teo para los amigos, es el jefe del comando y preside la reunión desde uno de los extremos de la mesa; es un hombre maduro de pelo blanco en buena forma física. Livia Luna, una morena espigada con pantalón vaquero y blusa de color crema, se sienta a su derecha. Más allá, acomodando su fornida anatomía al respaldo de la silla, sobresale Orlando, un negro atlético que marca sus pectorales en una camiseta de los Knicks de Nueva York muy ajustada. Al otro extremo del tablero, Carlos Lozano, alias Carlitos, un joven de pelo rubio con una sudadera de Bart Simpson, se recuesta con indolencia sobre su brazo izquierdo acodado sobre la mesa.
—Veamos lo que ha ocurrido en Palmersa esta misma mañana —dice Teo accionando el mando a distancia.
El monitor muestra la escalera interior de un edificio por donde tres individuos comienzan a subir los escalones de dos en dos. El primero es un joven atlético vestido con traje y corbata, los que le siguen son dos guardias de seguridad.
Al llegar al rellano de la primera planta, el grupo se detiene frente a una puerta cerrada donde figura un letrero a la altura de los ojos que dice: "PALMERSA, Servicios para la construcción". El joven del traje abre la puerta con una llave y  los tres penetran en el interior de la oficina.
Una gran mampara en forma de ele mayúscula separa la zona de recepción de la de trabajo. La recepcionista, una chica rubia de ojos azules, ha sido sorprendida junto a la fotocopiadora con unos papeles en la mano.
—¡Da… Daniel! —exclama azorada
—Hola Natalia. Tranquila, no pasa nada —dice él en tono calmado. Luego, sin detenerse, les habla a los guardias con más energía.
—¡Por aquí! ¡Síganme, por favor!
Los tres visitantes bordean la mampara y se internan en la zona de trabajo donde cuatro empleados, sentados frente a sus ordenadores, vuelven instintivamente la cabeza. Sin detenerse a saludarles, Daniel avanza recto hacia un despacho en cuya puerta puede leerse: "Dirección". Empuña con firmeza el picaporte y entra sin llamar seguido por los guardias.
El sorprendido director levanta los ojos hacia la puerta y, al reconocer a Daniel, se levanta de la silla de inmediato.
—¡Ho… hola, Daniel! —balbucea.
—¡Hola, Felipe! ¿Sorprendido?
—Pues, un poco sí. No sabía que estuvieras en Málaga.
Daniel saca del portafolios un par de hojas de papel cogidas con un clip y las pone encima de la mesa.
—Es tu carta de despido. Van dos copias. Una es para mí, después de que la firmes, si quieres. Te doy media hora para recoger tus cosas y marcharte. El ordenador, por supuesto, ni se toca.
A continuación, sin esperar respuesta, Daniel se vuelve hacia uno de los guardias.
—¡Por favor, vigile que todo se haga con arreglo al protocolo!
El guardia avanza unos pasos y se sitúa en pie frente a la mesa de despacho dispuesto a controlar todo lo que el defenestrado director hace a partir de ese momento.
—¿Esto lo sabe Pedro? —pregunta Felipe, que se ha quedado lívido tras escuchar la comunicación de su cese.
Daniel hace una mueca de desagrado.
—¿Pedro Pardo? —le responde despectivo—. El dueño de esta empresa soy yo como sabes muy bien. Pero por tu pregunta deduzco que tu verdadero jefe es él. ¡Ahí tienes otra buena razón para despedirte!
—¿Puedo hacer una llamada? —pregunta el otro ya un poco más recompuesto.
—Con tu teléfono personal las que quieras, con el de la empresa ninguna —le contesta sin mirarle.
Acto seguido, Daniel se vuelve hacia la salida haciendo una seña al otro guardia para que le siga. Se encamina directamente hacia el único de los empleados que viste traje y corbata y le hace entrega de otra carta por duplicado en presencia del guardia y del resto de empleados.
—Tú también estás despedido.
El empleado le mira como un perro apaleado antes de agachar la cabeza y fijar su vista en la carta que Daniel ha depositado sobre la mesa frente a él.
—Por favor, vigile que solamente se lleve sus efectos personales y que salga de aquí antes de treinta minutos —le ordena Daniel al guardia.
Los demás empleados observan la escena expectantes.
—Vosotros, por favor, id a la sala de juntas, quiero explicaros la situación —les pide Daniel con amabilidad—. Y tú también, Natalia —le dice a la recepcionista.
Todos se encaminan de inmediato hacia el despacho contiguo al que ocupa Felipe. Daniel entra tras ellos y cierra la puerta desde el interior.
Alrededor de una mesa de juntas funcional se posicionan los cuatro empleados dejando libre la cabecera. Daniel se queda en pie junto a su silla y les indica con la mano que se sienten.
—Sentaos, por favor —les insiste de viva voz.
Los empleados obedecen en silencio.
—Como habéis visto, acabo de echar a este par de indeseables. Me equivoqué al contratarlos, pero más me equivoqué al dejar la empresa en sus manos mientras yo me iba a navegar por el Mediterráneo. Lo siento profundamente y siento el perjuicio que todo esto os está causando a vosotros que no tenéis culpa de nada. Gracias a Ernesto —dice mirando al empleado de más edad— he podido descubrir lo que estaban haciendo con ella.
Daniel hace una pequeña pausa antes de continuar.
—Ya íbamos mal desde el comienzo de la crisis, pero mi decisión de apartarme de la gestión, que, sinceramente no es lo mío, y contratar a unos supuestos profesionales de la reflotación de empresas, ha sido la peor de todas las decisiones posibles. Si antes teníamos dificultades ahora estamos en la ruina. Yo espero que al menos quede suficiente dinero para indemnizaros, y si no ya lo pondré de mi bolsillo, porque la empresa tiene que cerrar, no hay otra salida.
Teo apaga el monitor con el mando a distancia y se levanta de la silla. Es un hombre de complexión atlética, con una edad indeterminada por encima de los cincuenta años y aspecto venerable.
—¿Qué os ha parecido? —deja la pregunta en el aire.
—Que nos ha chafado la operación —responde Livia entornando sus hermosos ojos verdes y apartando con la mano de su frente un mechón de pelo castaño que se ha descolgado del moño.
—¿De dónde ha salido este tío? —pregunta Carlitos con una mueca de extrañeza. Aún permanece recostado sobre su brazo izquierdo con la mejilla deformada por la mano que la sujeta. Lleva el cabello despeinado.
—Es su empresa y puede hacer con ella lo que quiera —responde Teo—. Que la hubiese dejado en manos de esta gente y se hubiese desentendido durante tanto tiempo de ella ha sido una suerte para nosotros. Pero sí, tienes razón, ya podría haber seguido navegando por el Mediterráneo unos cuantos meses más.
Carlitos endereza su espalda y da una palmada sobre la mesa.
—¡Lo teníamos a punto, joder!
—¡Bueno, no creo que vayamos a conseguir mucho lamentándonos! —dice Livia poniéndose en pie— Tenemos que hacer algo.
—¡Así se habla! —exclama Teo complacido—. Haremos que todo vuelva a ser como antes.
—¿Cómo? —inquiere Carlitos, que no consigue visualizar la posibilidad apuntada por su jefe, componiendo con sus manos y su cara la imagen perfecta de la perplejidad como un consumado actor.
—Pedro Pardo quiere comprar la empresa a Daniel Palmer para continuar con su "business" —explica Teo en tono didáctico—, pero él no se la quiere vender, prefiere liquidarla.
Después, hace una pausa para verificar con un chequeo de sus miradas que todos le siguen con atención.
—¿Y en qué no se ponen de acuerdo, en el precio? No creo que eso sea un problema para Pardo —opina Carlitos.
—Parece ser que el bueno de Daniel no quiere saber nada de quienes le han estafado —concluye Teo.
—¡Me gusta ese tipo! —exclama Orlando con una voz grave acorde con el volumen de sus músculos. Su piel es de color chocolate y sus ojos negros como el carbón.
—O sea, que tenemos que convencerle de que se la venda a los de Pardo en lugar de que la cierre sin más —arriesga Livia.
—Has dado en el clavo, pequeña, como siempre —sonríe Teo paternal.
—Y supongo que tendremos buena información del sujeto —continúa Livia su razonamiento.
—Por descontado. Tenemos incluso sus facturas de clientes morosos que nos han pasado amablemente nuestros amigos de "el cobrador del frac". Es decir, que contamos con un buen motivo para entrar en contacto con él.
—Bien. Y supongo que yo seré la encargada de hacer ese primer contacto —sigue anticipándose Livia.
—Por supuesto. Eres nuestra mejor embajadora.
—¿Hasta dónde puedo contarle? —pregunta ella entornando los ojos.
—Hasta donde tú creas conveniente —responde Teo reafirmándole su confianza delante de los demás.
Livia asiente pensativa.

Sentado en el pico de la mesa de su despacho, Pedro Pardo, en camisa y tirantes, escucha las explicaciones que le da Felipe Naranjo, el ya ex-director de Palmersa, visiblemente nervioso, desde una de las dos sillas de confidente. En la otra se sienta Luciano Blanco, el hombre de confianza de Pardo.
—¿O sea que ahora ese cabrón tiene en su poder toda la información de tu ordenador? —dice Pedro pidiendo confirmación a su sospecha. La mirada fija de sus ojos grises mete más presión si cabe a su pregunta.
—Sí, pero no os preocupéis —dice Felipe mirando alternativamente a sus dos contertulios—,  yo no guardaba ahí nada importante, sólo los correos de la empresa—se justifica.
—¡Los correos de la empresa! ¡Casi nada! —exclama Pedro Pardo meneando la cabeza desaprobatoriamente. A continuación se dirige a Luciano—. ¿Qué es exactamente lo que hemos estado haciendo desde Palmersa?
—Me temo que algunos pagos muy sensibles —informa el lugarteniente a su jefe—. Si alguien con conocimientos suficientes se mete en esa contabilidad y tira del hilo encontrará información muy comprometedora para varios concejales, incluso para algún ministro.
Pedro Pardo se pone a caminar por el despacho. Deja atrás la zona de trabajo donde se encuentran Luciano y Felipe, pasa junto a un tresillo de diseño actual y un mueble bar bien surtido, y acaba dándose la vuelta junto a la pared del fondo donde tres grandes estores de lamas filtran la luz procedente de un enorme ventanal.
—¡Me cago en la sota de oros! ¿Qué podemos hacer con ese hijo de puta?
—Comprarle la empresa —dice rotundo Luciano—. Ya lo estamos intentando, pero el tipo no quiere hablar con nosotros. Es más, nos reclama un par de facturas que tiene contra una de nuestras empresas fantasma.
—¿Tú estás seguro de que él no conoce el valor de la información que tiene?
—No lo creo, todavía no. Por eso no procede asustarle demasiado, levantaríamos la liebre. Él pretende cerrar sin más y quitarse de problemas.
—¿O sea, que si le pagamos las facturas puede que se olvide de nosotros?
—Puede ser, pero yo prefiero no correr riesgos. Alguien podría abrirle los ojos. No, no. Tenemos que comprársela. Además, si la ponemos a nombre de quien ha llevado la gestión durante los dos últimos años nadie sospechará nada —esto último lo dice Luciano mirando a Felipe que asiente en silencio.
—Bien, pues ¡manos a la obra! Hazle una oferta que no pueda rechazar.
—En ello estamos —confirma Luciano.
Acto seguido, Pedro Pardo se sienta en su sillón y levanta el auricular de un teléfono de sobremesa dando por concluida la reunión. Luciano se levanta y hace una seña a Felipe para que le siga hacia la salida. La diferencia de alturas entre ellos es considerable. Luciano es un hombre alto y elegante mientras que Felipe no llega al metro setenta.

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